Domingo de Ramos

Domingo de Ramos

Domingo de Ramos

Los acontecimientos del domingo están registrados en Mateo 21:1-11; Marcos 11:1-11; Lucas 19:28-44 y Juan 12:12-19.

  • Jesús comienza su viaje a Jerusalén, descendiendo del Monte de los Olivos desde el pueblo de Betania a unas dos millas de distancia.
  • Al acercarse a la aldea de Betfagé, envía a sus discípulos a buscar una asna y su pollino.
  • Cuando Jesús está a la vista sobre Jerusalén, llora sobre la ciudad.
  • Jesús entra en Jerusalén montado en un asno; las multitudes responden agitando palmas en el aire, extendiendo sus mantos en el suelo, cantando y gritando: “¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor. Bendito el reino venidero de nuestro padre David. Hosanna en ¡El Cielo más alto! Marcos 11, NVI.

¿Alégrate mucho, oh, Hija de Sión! ¡Grita hija de Jerusalén! Mira, tu rey viene a ti, justo y salvador, manso y montado sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna” Zacarías 9:9.

 

El domingo anterior a la pascua marca el inicio de la Semana Santa, la última semana de Cuaresma. En este día, Jesús comenzó su viaje hacia Jerusalén, donde celebraría la Pascua y también enfrentaría la cruz que él sabía que lo estaba esperando. Es probable que viniera de Betania, donde había estado pasando tiempo con sus buenos amigos Lázaro, María y Marta. Solo unos días antes, Jesús había resucitado a Lázaro de entre los muertos, provocando un gran revuelo en la comunidad cercana.

Mientras Jesús cabalgaba hacia Jerusalén, la Ciudad Santa, la enorme guardia romana también llegaba para estabilizar la ciudad, mientras la población aumentaba para la Pascua. La Pascua es una fiesta religiosa judía. Fue (y sigue siendo) una celebración histórica de la liberación del pueblo judío de la esclavitud. La fiesta conmemora la liberación de los israelitas de la opresión bajo Faraón en Egipto. Por lo tanto, no es difícil imaginar que una potencia opresiva como Roma hubiera estado nerviosa cuando miles de judíos llegaran a la ciudad. Los lideres querían estar preparados para cualquier forma de rebelión por parte de un pueblo “una vez mordido, dos veces tímido”. Enviar a los poderosos militares de Roma fue una estrategia de vigilancia visible para mantener a la gente en su lugar. La demostración de fuerza de Roma no fue la manera en que Jesús apareció. El no vino con fuerza sino con humildad: no para poner a la gente en su lugar sino para ponerse Él mismo en su lugar. Jesús, quien no conoció pecado, pronto ocuparía nuestro lugar.

La gente se agolpaba alrededor de las puertas de la ciudad para entrar, comerciar y reunirse a ver a las famosas celebridades militares que recientemente habían conquistado batallas y librado disputas. Estos poderosos generales fueron elogiados por su poder para destruir y derribar ciudades enteras. Al cruzar las puertas de la ciudad, serían celebrados o denigrados por sus acciones. Sin embargo, el poder y la fuerza se vistió de Hijo de carpintero en esta ocasión. Un restaurador. Un constructor.

Los eruditos bíblicos nos dicen que el nombre Jerusalén es una fusión de dos palabras: Yir’eh, que significa “Dios se ocupará de ello”, y Shalem que significa “plenitud, integridad, paz”. Por lo tanto Jerusalén dio testimonio de la gran paz, gracia y grandeza de Dios en el mundo antiguo. La ciudad legendaria del Gran Jehová era el lugar donde la gente creía que podía encontrar la paz, la integridad y la plenitud que buscaban desesperadamente frente a la forzada sensación de paz de la recién lanzada Pax Romana[1]. La paz dictada por el imperio vino acompañada de la amenaza de que se castigaría a los que no cumplieran. Pero la promesa de paz del Antiguo Testamento en nombre de Jerusalén siguió siendo una invitación que atraía a los extranjeros a la Ciudad Santa. La paz de Jerusalén llegó a través del pacto. Era una promesa de que la presencia de Dios estaba garantizada cuando el pueblo cumplía con hacer todo lo que él les pedía. Su presencia trajo paz.

Cuando Jesús entró en Jerusalén montado en un burro ese domingo, tenía sentido que la multitud celebrara triunfalmente la presencia de un sanador y hacedor de milagros probado y bondadoso. Tenían grandes esperanzas en el Mesías, uno más grande incluso que Moisés y Elías, cabalgando hacia la “Ciudad de la Paz”. Fue el cumplimiento de la promesa y la profecía. Jesús entró en Jerusalén en medio de gritos de Hosanna y mantos arrojados ante Él; la multitud tenía la intención de coronarlo como su rey. Sin embargo Jesús rechazó la idea misma de prestigio y posición terrenal. El suyo era un reino diferente a todo lo que este mundo destrozado había experimentado antes. El suyo era un reino en el que el poder no era la meta o la ambición final (Juan 18:36); para Jesús, el amor divino implicaba un poder para actuar en nuestro nombre. Sanar, alimentar y hacer milagros no eran oportunidades para presumir su poder. Estos actos de Dos surgieron del cuidado, la compasión y el amor.

Jesús nos enseña que el verdadero poder tiene sus raíces en el amor. El quebrantamiento y la humildad de la humanidad caída significaban que se necesitaba una fuente externa de ayuda para restaurarnos a todos. Solo Dios podría ofrecer una mano y llegar al abismo donde una vez todos estuvimos destinados a la autodestrucción. Su presencia y poder fueron motivados y activados por un amor que impulsó su respuesta de entrega en la cruz. Montar un burro con un potrillo no era una demostración de poder. Fue un acto de amor. Al entrar a la ciudad en esa Semana Santa había poder revestido en tres manifestaciones. El poder estaba revestido de humildad. El poder llamó nuestra atención hacia su disponibilidad. El poder fue despojado para la sostenibilidad de la misión.

Poder y Humildad: “Si estás lleno del orgullo del poder, entonces no dejas lugar a la sabiduría”, dice un proverbio africano. En el corazón de toda la humanidad, el núcleo de nuestra imagen está conectado a la humildad. Lo admiramos en los demás y lo deseamos para nosotros mismos. El arrepentimiento es la expresión más profunda de humildad y una puerta de entrada para restaurar la imagen de Dios en nosotros mismos. Jesús entendió que la humildad genuina es poderosa en si misma. Es más reconocible que los carros y caballos de guerra de los que otros se jactan. Al montar en un burro, Jesús observó a la multitud arrojando sus mantos y ramas ante Él mientras cantaban y alababan a Dios. Mientras los poderosos generales entraban en sus elegantes corceles, Jesús montaba un asno. Su humildad provocó la ira de los lideres religiosamente pomposos que le pidieron que calmara a la multitud. No se puede fingir la humildad. La verdadera humildad es el resultado del Espíritu de Dios que mora en nosotros. La humildad se basa en cómo escuchamos a los demás con atención. Acepta comentarios: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lucas 9:18) y conoce sus límites: “Aún no ha llegado mi hora” (Juan 7:16).

Poder y Disponibilidad: las personas influyentes no son fácilmente accesibles y sus medios y recursos rara vez están al alcance de todos. Se cuenta la historia de un importante líder sudafricano que había llegado a una posición de poder después de años de dura lucha. Una mañana, estaba en su nueva oficina cuando escuchó un golpe en la puerta. Al querer parecer ocupado, su importancia personal superó sus sentidos. Cogió el teléfono de su escritorio, fingió tener una conversación significativa mientras le hacía un gesto al tipo que estaba en la puerta para que entrara. Cubrió el teléfono y preguntó bruscamente: “Sí, ¿qué quieres?. El señor respondió: “Soy el técnico de la compañía telefónica y estamos configurando la red para los teléfonos”. Que no seamos tan importantes como para no estar disponibles para Aquel que está a la puerta y llama. Que reconozcamos que no hay conexión con nada vital a menos que estemos disponibles para Aquel que puede hacerlo posible. Jesús, en un momento, reconoció que poder había salido de él cuando la más desposeída entre las masas, una que sufría de un flujo de sangre, lo tocó, ya que a una mujer así se le prohibía estar en público según la Ley Mosaica (Levítico 11:1, 15:33). Su poder está disponible para los más desesperados y necesitados entre nosotros.

Poder para la Sostenibilidad de la Misión: la forma más rápida de sabotear la misión colectiva del evangelio es que los individuos acaparen el poder. La autoridad crece cuando se comparte. Jesús invitó a los discípulos a ir con Él a la ciudad, sabiendo que al final de la semana, se produciría un cambio en el poder y la estructura de todos los sistemas de dominio conocidos estaba a punto de desmoronarse. En el momento en que entregó su espíritu en las manos del Padre, “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo, cuando la tierra tembló, las rocas se partieron, los sepulcros se abrieron” (Mateo 27:51-52)., representando simbólicamente la transferencia de poder que hasta entonces se ocultaba tras el velo. Las grandes reformas del mundo están ligadas a la forma en que Dios comparte el poder con los humildes, los pobres y los marginados. Jesús ascendió al cielo, confiando en el variado grupo de lideres recién asignados: “Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra. Po tanto, vayan y haga discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19).

En cada episodio de su entrada en nuestro estado humano, Jesús demuestra humildad, disponibilidad y una visión para la presencia sostenida a largo plazo del Reino. Cuando era bebé, su entrada estuvo marcada por un saludo de “paz y buena voluntad (Lucas 2:14). Como Mesías, su entrada estuvo marcada por la humildad. Jesus lloró por Jerusalén y oró por la genuina comprensión de la paz por parte del pueblo (Lucas 19:41). Como Salvador, manifiesta humildemente su disponibilidad para entrar “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y comeré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3:20).

Gabriel Benjiman actualmente se desempeña como Coordinador Regional de Educación y Desarrollo Ministerial de la Iglesia del Nazareno en África.

 

 

[1] El período que representa la “paz romana” (27 a. E.C. – 180 E.C.).

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